UNA LEGIÓN ME SEGUIRÁ

 



Ponencia leída en el Coloquio: “Masonería, su historia y actualidad” en el marco de la celebración de los 500 años de fundación de la ciudad de Santa Marta, organizado por la R.·.L.·. Renacimiento No. 20, el 12 de julio de 2025 en Santa Marta, Colombia.  

Por Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

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A veces pienso que las ciudades no envejecen: se curvan, como las frases de jazz cuando el saxofón decide no obedecer al compás, o las del vallenato, cuando el juglar hace una pausa y el acordeón toma la palabra. Santa Marta, por ejemplo. 500 años y todavía no se ha terminado de hablar a sí misma. Todavía le nacen esquinas nuevas, todavía recuerda el sabor de los primeros barcos que la tocaron con manos de pólvora y miedo. 500 años y sin embargo aquí estamos, preguntándonos si todo ese tiempo ha servido para algo más que pintar postales de la mar.

Y en medio de esa pregunta, como una sombra de luz que atraviesa la persiana, aparece ella. No una mujer en particular, sino la mujer en plural, la que estuvo, la que está, la que empuja la historia con los codos, a veces invisible, a veces feroz, y últimamente, también, masona.

Hubo un tiempo, largo como el bostezo de una piedra, en que la masonería era asunto de varones de voz grave y anillos pesados. Hablaban de libertad, sí, hablaban de igualdad y fraternidad y todo eso que suena bien en discursos del siglo XVIII, pero a la hora de los rituales, de los signos, de las decisiones, ahí estaban ellos, solos, ensimismados en sus columnas masculinas, dejando a la mujer en la antesala del templo, como se deja una flor al borde de una tumba. No por castigo, claro, sino por pura costumbre, lo cual - si uno lo piensa bien - es una forma elegante de desprecio.

Pero algo cambió. No de golpe, porque los símbolos son lentos. Cambió como cambia el agua de un río: despacio, pero sin retorno. Las mujeres empezaron a entrar, primero como rumores, y estoy pensando en Elizabeth Aldworth, luego como presencias concretas, como Maria Deraismes, con nombre, con palabra, con mirada de quien ha esperado siglos para hablar. Y la masonería, esa señora tan amiga del mito, se vio forzada a mirarse en el espejo y preguntar: ¿y si todo este tiempo nos faltó la mitad de la luz?

En Santa Marta, que es ciudad y es símbolo, esa pregunta resuena con el eco de las olas que no se cansan nunca. Porque esta ciudad, fundada cuando el calendario apenas aprendía a sumar siglos, ha visto de todo: invasores, libertadores, traidores, poetas, dictadores, turistas con sandalias y mochilas, y ahora - ¡al fin! - mujeres que quieren ser masonas, que abrirán sus propios templos, que trazarán sus propias planchas, que tallarán la piedra con una mirada distinta.

No es sólo una cuestión de inclusión, esa palabra tan usada que a veces ya no dice nada. Es más profundo, más inquietante: es una reconfiguración del símbolo, una relectura del rito, una revolución tranquila pero irreversible. Las mujeres masonas no vienen a ocupar un lugar vacío, sino a crear uno nuevo, con otras claves, otras urgencias, otras formas de mirar el mundo.

Y entonces, uno piensa en los 500 años de Santa Marta no como una conmemoración, sino como una puerta. Una puerta que se abre hacia adentro, hacia una historia que apenas empieza a reconocerse a sí misma. Porque la historia de esta ciudad - como la de tantas en América Latina - ha sido escrita con tinta masculina, con próceres de bigote y estatuas de bronce. Pero debajo de esa superficie, debajo de los mármoles y los discursos oficiales, hay una corriente subterránea, una voz femenina que ahora empieza a brotar, como una raíz que por fin encuentra la grieta por donde respirar.

La masonería, con toda su parafernalia simbólica y sus rituales de siglos, también está cambiando. Y en ese cambio, la mujer no es apéndice sino protagonista. Porque ella también busca la luz, pero no la misma luz de siempre. No la luz fría de los reflectores, sino esa otra, la tibia, la silenciosa, la que nace del trabajo interior, del símbolo compartido, del silencio lleno de sentido.

Pienso ahora en una logia frente al mar. No necesita ser real, basta con que la imaginación la levante. Mujeres reunidas, con el mandil y la palabra justa, tallando pensamientos como quien pule piedras preciosas. Afuera, la brisa caribeña canta canciones de sal. Adentro, la sabiduría se cocina lento, como los buenos guisos. Esa logia imaginaria - pero no imposible - es el símbolo de lo que vendrá.

Porque esto apenas comienza mis queridos hermanos y hermanas e invitados.

La masonería femenina latinoamericana está todavía en su aurora. Y como toda aurora, es frágil y hermosa. Pero también inevitable. Como todo lo que tiene sentido. En ella hay poetizas, maestras, campesinas, filósofas, activistas, todas unidas por ese deseo antiguo de construir un mundo más justo desde adentro, desde lo simbólico.

Y no vienen a desplazar a nadie. Vienen a ampliar. A sumar. A sanar, incluso. Porque hay heridas en la historia masónica y en la historia de América Latina, que solo el pensamiento femenino puede comprender del todo.

Y si uno se deja llevar por la imagen, como a mí que me gusta dejarme llevar por los cronopios, puede imaginarse a Santa Marta como un templo abierto, con columnas que ya no son sólo dos, sino muchas, dispersas por toda la ciudad. Entre esas columnas caminarán las mujeres masonas de América Latina, con sus libretas, sus liturgias, sus pines, sus sueños, sus preguntas. No vienen a repetir lo que ya se dijo. Vienen a decir lo que nunca se escuchó. Vienen a traer la intuición al lado de la razón, el círculo junto al compás, la empatía como herramienta filosófica.

Porque hay preguntas que sólo una mujer puede hacer, y hay respuestas que el mundo necesita oír.

Queridos hermanos y hermanas, la historia no ocurre en los libros, sino en las pausas, como ese instante antes del puñal, en el silencio entre dos palabras, en el ruido del agua cuando nadie la mira. Rodrigo de Bastidas, por ejemplo. Hombre de mapas y brújulas, de sueños salados, de esos que no gritan, sino que avanzan, trazando líneas en los bordes de lo desconocido. El fundador que no fundaba con violencia. El conquistador que no parecía tan conquistador. Un tipo raro para su época, o quizá demasiado lúcido para sobrevivir a ella.

Y, sin embargo, lo mataron.

No en batalla, no en campaña, no frente al enemigo enarbolando la cruz como lanza y el estandarte como excusa. Lo mataron en su cama. Lo mataron por la espalda. Lo mataron como se mata a los que estorban sin gritar. Porque Bastidas tenía una extraña costumbre: no se robaba lo ajeno. Y eso, en el siglo XVI, era casi una insolencia.

Dicen que fue en 1527, en Santiago de Cuba. Él venía herido, sí, pero no de guerra, sino de traición. Y la traición, ya se sabe, es una forma refinada de asesinato. La traición llega sin casco, sin bandera. Llega con sonrisa. Con voz que promete, con cara de lealtad.

Los nombres de los traidores se los llevó el polvo, o los archivó la historia como quien guarda cartas que no quiere volver a leer. Pero entre ellos estaba su lugarteniente. Villafuerte, el fiel, el compañero, el que hablaba en nombre del deber mientras afilaba el cuchillo detrás de la palabra. Se reunieron de noche, como se reúnen siempre los cobardes. Entraron a su aposento y lo acuchillaron. No una, ni dos. Varias veces. Como si la sangre fuera un argumento. Como si cada cuchillada borrara un principio.

Y uno se pregunta por qué. Y la historia, que es una señora muda, a veces contesta en susurros: por oro, claro. Por poder. Porque Bastidas había llegado a Santa Marta sin arrasar, sin esclavizar en masa, sin repartirse la tierra como botín de taberna. Porque no era brutal, y eso incomodaba. Era otro tipo de conquistador. Uno que intentaba justicia donde otros sembraban fuego. Uno que hablaba de acuerdos, de paz, de trato justo con los indígenas. Y ese tipo de lenguaje, en ese tiempo de espadas, era casi una blasfemia.

Lo llevaron a Santiago de Cuba para que muriera más lento, como si la distancia fuera un anestésico. Y él, herido, sangrando por dentro como quien sangra ideas, todavía intentó salvar algo. No de sí mismo, sino del proyecto. De la ciudad. De ese pedazo de América que había empezado a construir no con pólvora sino con paciencia y trueques.

Murió allí, lejos de la Santa Marta que fundó, sin estatua, sin himno, sin desfile. Murió como mueren los hombres buenos en épocas equivocadas: en voz baja.

Y, sin embargo, Rodrigo todavía está.

Todavía camina entre las arenas calientes de la bahía, todavía se le adivina en la línea recta de las calles coloniales, en el aire que sopla distinto cuando se recuerda con respeto. Porque hay hombres que no necesitan monumentos para ser recordados. Bastidas, tal vez sin quererlo, se volvió uno de ellos.

Y lo que duele no es solo que lo mataran. Sino quiénes lo mataron: los suyos. No fueron flechas, ni lanzas, ni enemigos pintados de guerra. Fue gente de su propio barco. Su propia voz doblada en la garganta de otros. Como si lo hubieran descifrado demasiado bien y eso los incomodara.

Porque no hay nada más peligroso que alguien que cree sinceramente en la justicia en un tiempo donde todos fingen. Bastidas no fingía. Y por eso, lo hicieron callar.

Pero hay muertes que no matan. Hay silencios que siguen hablando. Y a veces, si uno camina por Santa Marta al anochecer, si se detiene frente al mar cuando ya no hay turistas ni vendedores, puede escuchar algo. No una voz, exactamente. Un rumor. Una promesa rota que todavía respira. Rodrigo de Bastidas no murió del todo. Lo dejaron incompleto, y eso a veces, es la forma más luminosa de la memoria.

Y en este contexto, así, mientras Santa Marta celebra sus cinco siglos con fuegos artificiales y banderas, en algún rincón discreto una logia con mujeres encenderá sus luces, escribirá su trazado, y empezará a trabajar. Tal vez no se note desde afuera, como se notaba el corazón de Bastidas. Tal vez nadie escriba titulares sobre ello, pero el mundo cambia así, a veces. No con estruendo, sino con el rumor paciente de las mujeres que saben que la historia también se puede escribir en silencio y con un buen corazón.

Y no se trata solo de igualdad, que ya sería bastante. Se trata de reconstrucción simbólica, de darle al templo otra geometría, otra luz, otro sonido. Se trata de imaginar una masonería más femenina, que no repita, sino que invente. Que no cierre, sino que abra. Que no margine, sino que contenga.

Tal vez, en el fondo, la masonería femenina sea la forma más pura del retorno a los orígenes: no a los orígenes patriarcales y coloniales, sino a aquellos otros, más antiguos, más intuitivos, donde el símbolo era animal, vegetal, lunar, y donde lo sagrado no tenía género. La montaña era diosa, la luna era diosa.

Porque al final, la masonería - como la literatura, como la ciudad, como la vida - no es más que un intento por comprender lo desconocido. Y en ese intento, la mirada de la mujer no es un accesorio. Es una llave.

O una puerta.

O una grieta por donde entrará la luz.

Es mi palabra.

 




6 comentarios:

  1. Me quedo sin palabras a lo fino a lo bien pulido a lo abstracto a lo impensable en ese siglo y en el pensamiento quieto pronunció libertad .Igualdad gracias son palabras de mucha reflexión

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  2. Excelente!!! Mis respetos a tan sabias palabras, y a la manera de hilar y expresar esas bellas ideas. Historia pura hecha poesía razonada. T:. A:. F:. Y una triple batería

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  3. Y tus palabras llegan como un dulce rocío que refresca el alma, suave y dulcemente, pero forja la espada del pensamiento y la verdad, recordatorio de cómo la humanidad debe volver los ojos y mirarse a sí misma para construir y preservar. Gracias Hermana por tus hermosas y efectivas palabras

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  4. Me ha encantado esta plancha, por su poética y los postulados esgrimidos sobre la masonería femenina. "La empatía como herramienta filosófica" perfecto, ahí las mujeres tenemos mucho que decir. Gracias hermana. Te envío mis saludos y el ósculo de paz desde mi taller Catalonia n°1 del Gran Oriente de Catalunya en Barcelona. Recibe mi TAF.:

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  5. Te envío un TAF:. Siempre he admirado a la mujer especialmente a mis QQHH:. ya que han roto los paradigmas y hoy por hoy son columnas del mundo conserven pues su camino hacia adelante, lo mismo es arriba que abajo.

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