OZYMANDIAS NOS ADVIERTE: "LA MASONERÍA SE DERRUMBA".

 

Por Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

 

“…y había una estatua, qué digo estatua, un monstruo vencido por su propio ego, rodeado por el desierto y los siglos, y eso bastaba.”

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Siempre me ha parecido curioso —quizá un poco trágico, como los espejos a las tres de la mañana— que los seres humanos necesiten construir cosas gigantescas para convencerse de que no van a morir. Pirámides, catedrales, ritos. Esos gestos desesperados que pretenden decirle al universo: “Estoy aquí y no pienso irme”. Pero uno se va. Todos se van. El universo ni pestañea.

Y aquí entra Ozymandias.

Ozymandias era Ramsés II, aunque los poetas lo han vuelto más memorable que los historiadores, y por eso lo recordamos no por sus conquistas sino por una estatua rota en el desierto. Shelley lo escribió con ese escalofrío de quien sabe que el polvo espera, siempre espera. “Miren mis obras, poderosos, y desesperen”, dice la inscripción. Pero alrededor, sólo arena y viento. Qué ironía maravillosa. Qué enseñanza brutal.

Y si uno es masón —como quien es músico o equilibrista o domador de gerentes con fiebre—, debería prestar atención.

Los masones, nosotros, ellos, esos seres que a veces parecen reunir palabras solemnes en cuartos con pisos en blanco y negro, corren un riesgo que es también un espejo de Ozymandias. El riesgo de desaparecer, claro. Pero no con una gran explosión, ni bajo persecuciones inquisitoriales, ni siquiera por obra de una dictadura prolija con uniforme de domingo. No. El riesgo es más sutil, más insidioso: el riesgo de volverse irrelevantes.

Y aquí hay que hacer un alto. Porque irrelevante no es lo mismo que muerto. Hay cosas que respiran, caminan, repiten oraciones y se saludan con solemnidad, pero están tan muertas como la estatua en el desierto. La masonería podría convertirse —si no se cuida, si no se sacude la caspa simbólica— en una estatua que habla de luz, pero no ilumina nada.

Uno va al templo, se sienta, escucha palabras antiguas. Palabras que suenan a algo importante. Pero si no se vive lo que se dice, si no se descompone cada símbolo como quien pela una cebolla metafísica, ¿de qué sirve? El ritual sin alma es como música de ascensor tocada en un Stradivarius.

Y ahí aparece Walter White. El Ozymandias moderno, y no porque lleve corona o hable jeroglíficos, sino porque construye su imperio con la certeza de que lo hace por algo noble. Pero no. Mentira. Walter no cocina metanfetamina para su familia. Lo hace porque le gusta, porque le da poder, porque finalmente alguien lo respeta. ¿Les suena?

En el episodio de Breaking Bad titulado justamente Ozymandias, Walter ve cómo su castillo químico se derrumba. Todo lo que edificó se pudre. Como Ramsés, mira sus obras, y desespera. Solo que él no tiene un poeta romántico que lo inmortalice, sino un plano cenital, una escena brutal y una esposa que lo mira con todo el desprecio del mundo.

Tal vez la masonería, si se descuida, tenga su propio Walter White: un Venerable Maestro que olvida el espíritu y se queda con la estructura; hermanos que buscan reconocimiento, no transformación; templos llenos de gestos, vacíos de búsqueda.

La lección de Walter y de Ramsés no es que el poder corrompe. Eso ya lo sabíamos. La lección es más cruel: que incluso cuando uno cree estar haciendo algo grande, puede estar sembrando ruinas.

Imaginemos una logia dentro de quinientos años. Una cámara oscura cubierta de polvo. Una escuadra oxidada en el suelo. Un libro de actas ilegible. El eco de una palabra: “fraternidad”. ¿Qué pasó? ¿Quiénes fueron? ¿Por qué ya no están?

La masonería puede desaparecer por dos razones: por ser demasiado rígida o por ser demasiado laxa. Si se aferra al ritual como a un amuleto, se vuelve fósil. Si se entrega a la modernidad sin rumbo, se disuelve. La respuesta, como siempre, está en el equilibrio. Y en la autenticidad.

El símbolo sigue vivo si hay un hombre que lo carga con sentido. Si no, es un dibujo. La ceremonia sirve si hay transformación. Si no, es teatro. La masonería sirve si forma organismos que piensen, que duden, que se contradigan, que lloren en silencio después de un rito. Si no, es un club.

Y uno no necesita ser club. Uno necesita ser fuego.

¿Y qué podemos hacer? ¿Cómo evitar que la arena nos trague?

Primero, recordar que la masonería no es una institución: es una actitud ante el misterio. Que no importa cuántos grados tengas, sino si los viviste. Que no sirve tener templos majestuosos si están llenos de fantasmas. Que cada símbolo es un animal vivo, no un adorno.

Segundo, invitar a los que vendrán. No con discursos sobre la historia de la orden, sino con preguntas. Los jóvenes —esos bichos digitales que se mueven entre memes y ansiedad— no buscan respuestas, buscan autenticidad. Y si la encuentran entre nosotros, vendrán. Pero no les demos dogmas. No les demos frases de cartón. Démosles la duda, el silencio, la mirada que dice: “no sé, pero caminemos juntos”.

Tercero, que el rito sea espejo. Que cada tenida nos sacuda. Que haya incomodidad, que haya vértigo. Si no, estamos jugando a ser iniciados.

Ozymandias sigue ahí, enterrado en el desierto. Walter White terminó solo, huyendo de su propia sombra. Ambos quisieron perdurar, ambos fracasaron. No aprendamos de ellos lo que no importa. Aprendamos lo esencial: que lo grande se vuelve ruina si no está lleno de verdad.

La masonería tiene en sus manos una herencia maravillosa. Pero no es suficiente tenerla. Hay que despertarla. Hay que abrir las venas de cada palabra, escuchar el corazón detrás del símbolo, y salir al mundo con un mandil invisible pero presente.

O desapareceremos. No con estruendo, sino con suspiro.

Como una estatua caída en el polvo. Como un eco que ya nadie escucha.

 

“Y el desierto se lo tragó todo,
y quedó el símbolo,
pero nadie para interpretarlo.”

 

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UNA LEGIÓN ME SEGUIRÁ

 



Ponencia leída en el Coloquio: “Masonería, su historia y actualidad” en el marco de la celebración de los 500 años de fundación de la ciudad de Santa Marta, organizado por la R.·.L.·. Renacimiento No. 20, el 12 de julio de 2025 en Santa Marta, Colombia.  

Por Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

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A veces pienso que las ciudades no envejecen: se curvan, como las frases de jazz cuando el saxofón decide no obedecer al compás, o las del vallenato, cuando el juglar hace una pausa y el acordeón toma la palabra. Santa Marta, por ejemplo. 500 años y todavía no se ha terminado de hablar a sí misma. Todavía le nacen esquinas nuevas, todavía recuerda el sabor de los primeros barcos que la tocaron con manos de pólvora y miedo. 500 años y sin embargo aquí estamos, preguntándonos si todo ese tiempo ha servido para algo más que pintar postales de la mar.

Y en medio de esa pregunta, como una sombra de luz que atraviesa la persiana, aparece ella. No una mujer en particular, sino la mujer en plural, la que estuvo, la que está, la que empuja la historia con los codos, a veces invisible, a veces feroz, y últimamente, también, masona.

Hubo un tiempo, largo como el bostezo de una piedra, en que la masonería era asunto de varones de voz grave y anillos pesados. Hablaban de libertad, sí, hablaban de igualdad y fraternidad y todo eso que suena bien en discursos del siglo XVIII, pero a la hora de los rituales, de los signos, de las decisiones, ahí estaban ellos, solos, ensimismados en sus columnas masculinas, dejando a la mujer en la antesala del templo, como se deja una flor al borde de una tumba. No por castigo, claro, sino por pura costumbre, lo cual - si uno lo piensa bien - es una forma elegante de desprecio.

Pero algo cambió. No de golpe, porque los símbolos son lentos. Cambió como cambia el agua de un río: despacio, pero sin retorno. Las mujeres empezaron a entrar, primero como rumores, y estoy pensando en Elizabeth Aldworth, luego como presencias concretas, como Maria Deraismes, con nombre, con palabra, con mirada de quien ha esperado siglos para hablar. Y la masonería, esa señora tan amiga del mito, se vio forzada a mirarse en el espejo y preguntar: ¿y si todo este tiempo nos faltó la mitad de la luz?

En Santa Marta, que es ciudad y es símbolo, esa pregunta resuena con el eco de las olas que no se cansan nunca. Porque esta ciudad, fundada cuando el calendario apenas aprendía a sumar siglos, ha visto de todo: invasores, libertadores, traidores, poetas, dictadores, turistas con sandalias y mochilas, y ahora - ¡al fin! - mujeres que quieren ser masonas, que abrirán sus propios templos, que trazarán sus propias planchas, que tallarán la piedra con una mirada distinta.

No es sólo una cuestión de inclusión, esa palabra tan usada que a veces ya no dice nada. Es más profundo, más inquietante: es una reconfiguración del símbolo, una relectura del rito, una revolución tranquila pero irreversible. Las mujeres masonas no vienen a ocupar un lugar vacío, sino a crear uno nuevo, con otras claves, otras urgencias, otras formas de mirar el mundo.

Y entonces, uno piensa en los 500 años de Santa Marta no como una conmemoración, sino como una puerta. Una puerta que se abre hacia adentro, hacia una historia que apenas empieza a reconocerse a sí misma. Porque la historia de esta ciudad - como la de tantas en América Latina - ha sido escrita con tinta masculina, con próceres de bigote y estatuas de bronce. Pero debajo de esa superficie, debajo de los mármoles y los discursos oficiales, hay una corriente subterránea, una voz femenina que ahora empieza a brotar, como una raíz que por fin encuentra la grieta por donde respirar.

La masonería, con toda su parafernalia simbólica y sus rituales de siglos, también está cambiando. Y en ese cambio, la mujer no es apéndice sino protagonista. Porque ella también busca la luz, pero no la misma luz de siempre. No la luz fría de los reflectores, sino esa otra, la tibia, la silenciosa, la que nace del trabajo interior, del símbolo compartido, del silencio lleno de sentido.

Pienso ahora en una logia frente al mar. No necesita ser real, basta con que la imaginación la levante. Mujeres reunidas, con el mandil y la palabra justa, tallando pensamientos como quien pule piedras preciosas. Afuera, la brisa caribeña canta canciones de sal. Adentro, la sabiduría se cocina lento, como los buenos guisos. Esa logia imaginaria - pero no imposible - es el símbolo de lo que vendrá.

Porque esto apenas comienza mis queridos hermanos y hermanas e invitados.

La masonería femenina latinoamericana está todavía en su aurora. Y como toda aurora, es frágil y hermosa. Pero también inevitable. Como todo lo que tiene sentido. En ella hay poetizas, maestras, campesinas, filósofas, activistas, todas unidas por ese deseo antiguo de construir un mundo más justo desde adentro, desde lo simbólico.

Y no vienen a desplazar a nadie. Vienen a ampliar. A sumar. A sanar, incluso. Porque hay heridas en la historia masónica y en la historia de América Latina, que solo el pensamiento femenino puede comprender del todo.

Y si uno se deja llevar por la imagen, como a mí que me gusta dejarme llevar por los cronopios, puede imaginarse a Santa Marta como un templo abierto, con columnas que ya no son sólo dos, sino muchas, dispersas por toda la ciudad. Entre esas columnas caminarán las mujeres masonas de América Latina, con sus libretas, sus liturgias, sus pines, sus sueños, sus preguntas. No vienen a repetir lo que ya se dijo. Vienen a decir lo que nunca se escuchó. Vienen a traer la intuición al lado de la razón, el círculo junto al compás, la empatía como herramienta filosófica.

Porque hay preguntas que sólo una mujer puede hacer, y hay respuestas que el mundo necesita oír.

Queridos hermanos y hermanas, la historia no ocurre en los libros, sino en las pausas, como ese instante antes del puñal, en el silencio entre dos palabras, en el ruido del agua cuando nadie la mira. Rodrigo de Bastidas, por ejemplo. Hombre de mapas y brújulas, de sueños salados, de esos que no gritan, sino que avanzan, trazando líneas en los bordes de lo desconocido. El fundador que no fundaba con violencia. El conquistador que no parecía tan conquistador. Un tipo raro para su época, o quizá demasiado lúcido para sobrevivir a ella.

Y, sin embargo, lo mataron.

No en batalla, no en campaña, no frente al enemigo enarbolando la cruz como lanza y el estandarte como excusa. Lo mataron en su cama. Lo mataron por la espalda. Lo mataron como se mata a los que estorban sin gritar. Porque Bastidas tenía una extraña costumbre: no se robaba lo ajeno. Y eso, en el siglo XVI, era casi una insolencia.

Dicen que fue en 1527, en Santiago de Cuba. Él venía herido, sí, pero no de guerra, sino de traición. Y la traición, ya se sabe, es una forma refinada de asesinato. La traición llega sin casco, sin bandera. Llega con sonrisa. Con voz que promete, con cara de lealtad.

Los nombres de los traidores se los llevó el polvo, o los archivó la historia como quien guarda cartas que no quiere volver a leer. Pero entre ellos estaba su lugarteniente. Villafuerte, el fiel, el compañero, el que hablaba en nombre del deber mientras afilaba el cuchillo detrás de la palabra. Se reunieron de noche, como se reúnen siempre los cobardes. Entraron a su aposento y lo acuchillaron. No una, ni dos. Varias veces. Como si la sangre fuera un argumento. Como si cada cuchillada borrara un principio.

Y uno se pregunta por qué. Y la historia, que es una señora muda, a veces contesta en susurros: por oro, claro. Por poder. Porque Bastidas había llegado a Santa Marta sin arrasar, sin esclavizar en masa, sin repartirse la tierra como botín de taberna. Porque no era brutal, y eso incomodaba. Era otro tipo de conquistador. Uno que intentaba justicia donde otros sembraban fuego. Uno que hablaba de acuerdos, de paz, de trato justo con los indígenas. Y ese tipo de lenguaje, en ese tiempo de espadas, era casi una blasfemia.

Lo llevaron a Santiago de Cuba para que muriera más lento, como si la distancia fuera un anestésico. Y él, herido, sangrando por dentro como quien sangra ideas, todavía intentó salvar algo. No de sí mismo, sino del proyecto. De la ciudad. De ese pedazo de América que había empezado a construir no con pólvora sino con paciencia y trueques.

Murió allí, lejos de la Santa Marta que fundó, sin estatua, sin himno, sin desfile. Murió como mueren los hombres buenos en épocas equivocadas: en voz baja.

Y, sin embargo, Rodrigo todavía está.

Todavía camina entre las arenas calientes de la bahía, todavía se le adivina en la línea recta de las calles coloniales, en el aire que sopla distinto cuando se recuerda con respeto. Porque hay hombres que no necesitan monumentos para ser recordados. Bastidas, tal vez sin quererlo, se volvió uno de ellos.

Y lo que duele no es solo que lo mataran. Sino quiénes lo mataron: los suyos. No fueron flechas, ni lanzas, ni enemigos pintados de guerra. Fue gente de su propio barco. Su propia voz doblada en la garganta de otros. Como si lo hubieran descifrado demasiado bien y eso los incomodara.

Porque no hay nada más peligroso que alguien que cree sinceramente en la justicia en un tiempo donde todos fingen. Bastidas no fingía. Y por eso, lo hicieron callar.

Pero hay muertes que no matan. Hay silencios que siguen hablando. Y a veces, si uno camina por Santa Marta al anochecer, si se detiene frente al mar cuando ya no hay turistas ni vendedores, puede escuchar algo. No una voz, exactamente. Un rumor. Una promesa rota que todavía respira. Rodrigo de Bastidas no murió del todo. Lo dejaron incompleto, y eso a veces, es la forma más luminosa de la memoria.

Y en este contexto, así, mientras Santa Marta celebra sus cinco siglos con fuegos artificiales y banderas, en algún rincón discreto una logia con mujeres encenderá sus luces, escribirá su trazado, y empezará a trabajar. Tal vez no se note desde afuera, como se notaba el corazón de Bastidas. Tal vez nadie escriba titulares sobre ello, pero el mundo cambia así, a veces. No con estruendo, sino con el rumor paciente de las mujeres que saben que la historia también se puede escribir en silencio y con un buen corazón.

Y no se trata solo de igualdad, que ya sería bastante. Se trata de reconstrucción simbólica, de darle al templo otra geometría, otra luz, otro sonido. Se trata de imaginar una masonería más femenina, que no repita, sino que invente. Que no cierre, sino que abra. Que no margine, sino que contenga.

Tal vez, en el fondo, la masonería femenina sea la forma más pura del retorno a los orígenes: no a los orígenes patriarcales y coloniales, sino a aquellos otros, más antiguos, más intuitivos, donde el símbolo era animal, vegetal, lunar, y donde lo sagrado no tenía género. La montaña era diosa, la luna era diosa.

Porque al final, la masonería - como la literatura, como la ciudad, como la vida - no es más que un intento por comprender lo desconocido. Y en ese intento, la mirada de la mujer no es un accesorio. Es una llave.

O una puerta.

O una grieta por donde entrará la luz.

Es mi palabra.

 




DIVINA FRATERNITAS

 


DIVINA FRATERNITAS


Ponencia leída en el Coloquio: “La modernidad de los principios de la Francmasonería” en el marco de la Asamblea General y Coloquio de CLIPSAS No. 64, realizados del 28 de mayo al 1 de junio de 2025 en Bucarest, Rumania. 


Por Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

Gran Logia Central de Colombia - G.·.L.·.C.·.C.·.                                                                                                  R.·. L.·. Spica No.18. Oriente de Bogotá.

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Era el año 1307 y en Europa pasaban cosas. Las tierras que hoy forman Rumania estaban divididas entre varias entidades políticas medievales: los príncipes de Valaquia y de Moldavia gobernaban con poder absoluto, cualquier miembro masculino de las familias reales podía ser elegido príncipe, lo que provocaba permanentes luchas internas, los poderes vecinos intervenían en el país a gusto y el Imperio otomano se expandía hasta el Danubio. Los rumanos perdieron gradualmente sus Estados y su nobleza se fue disolviendo, adoptando idioma y cultura ajenos. Los que quisieron mantener su identidad tuvieron que renunciar a su condición de nobles, o marcharse allende los Cárpatos con sus vasallos. Siglos después, su independencia del Imperio otomano fue declarada el 9 de mayo de 1877 y reconocida internacionalmente al año siguiente. Posteriormente en 1881, Carlos I de Rumania se coronó, formando el Reino de Rumania. La fraternidad cabalgó airosa, junto con los hermanos rumanos de los cuales ustedes descienden, queridos hermanos y queridas hermanas anfitriones de la Gran Logia Femenina de Rumania y de la Gran Logia Unida de Rumania.

En Francia también pasaban cosas en 1307. El Papa Clemente V y el rey de Francia, Felipe IV, ordenaron la detención de Jacques de Molay y de los demás caballeros de la Orden del Temple, bajo la acusación de herejía, sodomía, adoración a ídolos paganos y sacrilegio a la cruz. Molay declaró y reconoció, bajo tortura, los cargos que le habían sido impuestos; aunque con posterioridad se retractó, y por ello en 1314 fue quemado vivo en la hoguera, a unos 700 metros de la Catedral de Notre-Dame, donde nuevamente volvió a retractarse, en forma pública, de todas las acusaciones de las que se había visto obligado a admitir, proclamando la inocencia de la Orden y, según la leyenda, maldiciendo a los culpables de la conspiración: “Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!... A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año...

En el plazo de un año, dicha supuesta maldición se cumplióː primero con la muerte de Clemente V, el 20 de abril de 1314, luego con el fallecimiento de Felipe IV el 29 de noviembre de 1314. De aquí surgió la leyenda del viernes 13, día en que inició la persecución a los templarios por toda Europa, un viernes 13 de octubre de 1307. Al margen de partidarios y detractores, lo cierto es que la férrea fraternidad que unía a Jacques de Molay con sus compañeros, los llevaron a la eternidad.

Ignoro si la palabra fraternidad tiene un lugar visible en el firmamento de las ideas eternas, pero sospecho que pertenece a esas nociones tan antiguas como el asombro y tan necesarias como el pan. La historia, ese sueño compartido que llamamos pasado, ha dado incontables nombres a la fraternidad: ágape, caridad, amor al prójimo, solidaridad. Cada civilización la ha entonado como si fuera suya, y cada generación la ha olvidado, como si el olvido fuese su deber.

Pienso en los estoicos, que creían que todos los humanos, no importa su estirpe, su oficio o su dios, eran hijos de una misma razón cósmica. Pienso en la masonería, que repite en sus templos que el otro no es un extraño, sino un hermano velado por el misterio.

Entre tanto, mientras los caballeros templarios huían, del año 1307 al 1314, en las ciudades de Verona, la Toscana, Rávena y París, Dante Alighieri quien se encontraba desterrado de su ciudad natal, Florencia, escribía el Purgatorio, la segunda parte de su Commedia, que no era Divina, pues fue el escritor Giovanni Boccaccio quien le añadió el adjetivo de "divina", durante la época en la que se le encargó leerla y comentarla públicamente, por ser un poema que canta a la cristiandad. 

Dante fue pues bastante humilde al decir que su libro se llamaba Comedia, porque de acuerdo con el esquema clásico de la época, no podía ser una tragedia, ya que su final es feliz. Espero no haber revelado un dato importante mis queridos hermanos, pues hemos tenido 718 años para leerla.

La Divina Comedia representa la obra más trascendental de Dante Alighieri y es, sin duda, una de las piezas clave en el tránsito del pensamiento medieval, centrado en Dios, hacia la visión renacentista enfocada en el ser humano. Considerada la joya de la literatura italiana y una de las más grandes obras de la literatura universal, está impregnada de simbolismos, alegorías y metáforas, con constantes referencias a personajes históricos y mitológicos. Este estilo narrativo resuena profundamente con la simbología que nosotros los masones empleamos en nuestra particular manera de transmitir conocimiento y nuestra narrativa diaria.

La obra se estructura como una gran poesía construida sobre el simbolismo del número tres, evocando a la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, formando el triángulo divino. Sus tres partes, Infierno, Purgatorio y Paraíso, están compuestas cada una por 33 cantos, a los que se suma un canto introductorio, completando así un total de 100 cantos. Cada uno está escrito en tercetos encadenados en decasílabos, una forma poética que, según se cree, fue inventada por Dante.

En el primer canto del Infierno, se describe la visión del viaje personal a través del más allá. El Infierno dantesco se encuentra dividido en nueve círculos, una estructura inspirada en el pensamiento aristotélico-tomista.

Antes de entrar a estos círculos, Dante atraviesa una serie de lugares simbólicos: la Selva oscura, el Coliseo y la Colina, donde se encuentra desorientado "en medio del camino de nuestra vida". Detrás de esa colina se halla Jerusalén, y bajo esta ciudad sagrada se abre la vasta cima del Infierno. A través de la Puerta del Infierno, Dante ingresa primero al Ante-infierno, cruza el río Aqueronte en la barca de Caronte, y finalmente accede al Infierno propiamente dicho.

Este Infierno no tiene límites: es un espacio infinito, que se expande con cada alma que entra, creciendo sin cesar hasta el fin de los tiempos.

Si bien es cierto, el infierno, el purgatorio y el paraíso son lugares bastante interesantes para recorrer, poco se habla del Vestíbulo del Infierno, ese lugar que está justo antes de ingresar al Infierno, descrito por Dante como un lugar sombrío reservado para aquellas almas que, en vida, no cometieron ni méritos ni infamias. Son los inútiles, los indecisos, aquellos que pasaron por el mundo sin dejar huella alguna. Su castigo es eterno: corren sin descanso, desnudos, acosados por insectos y avispas que los pican sin cesar. Su sangre y lágrimas, al caer al suelo, alimentan a repugnantes gusanos que se nutren de su sufrimiento.

Estas almas no tienen siquiera el consuelo del juicio; están condenadas a permanecer eternamente en ese estado intermedio, sin poder cruzar el río Aqueronte. No se les permite entrar al Infierno, porque ni siquiera tuvieron la voluntad de elegir su destino.

Dante menciona a varios personajes históricos que se encuentran en el Vestíbulo, y se ha sugerido que podría hacer alusión a personajes como Esaú, Poncio Pilato y, con especial insistencia, al papa Celestino V, cuya renuncia al papado fue interpretada como un acto de cobardía o falta de compromiso. Nada en la vida previa de Pietro de Murrone, el verdadero nombre de Celestino, lo había preparado para asumir el gobierno de la Iglesia. Muy pronto comprendió que no tenía el control de la situación y que se encontraba vulnerable ante las influencias de quienes eran más poderosos y astutos que él. Consciente de su fragilidad en el trono pontificio y del riesgo de convertirse en una marioneta, tomó una decisión sin precedentes: tras solo cinco meses y nueve días como papa, renunció voluntariamente al cargo el 13 de diciembre de 1294. Por escrito dio las siguientes razones: por enfermedad, por falta de conocimientos y para retornar a su vida de ermitaño, sin embargo, Dante lo sitúa en el círculo más superficial del Infierno, el destinado a los tibios que no se ponen a favor de nadie, ni de Dios ni del Diablo, y se desentienden de todo, como se desentienden algunos masones de la situación y el estado de cosas que les rodea.

Así como Dante utiliza alegorías para describir su viaje a ultratumba de la mano de Virgilio y de Beatriz, (de nuevo el número tres), nosotros los masones hacemos lo propio para describir lo que significa la fraternidad, porque sí, en ultimas, todo esto que hacemos los masones, nuestros rituales, nuestros símbolos, nuestras alegorías, los psicodramas semanales, las ceremonias especiales, todo esto lo hacemos para no pronunciar la palabra fraternidad y mejor aún, representarla, porque esperamos que con esto sea lógico que se quede grabada, tallada en nuestros corazones, pero lamentablemente, la realidad es otra.

El principio fundamental de la masonería es la fraternidad, independientemente de la logia, la nación, el oriente, el idioma, la época. La fraternidad es uno de los pilares fundamentales de nuestra orden y se debe vivir como un principio activo, no solo como una idea abstracta. No se trata simplemente de un sentimiento de compañerismo, sino de un vínculo profundo de hermandad que une a todos los masones, más allá de diferencias de raza, credo, nacionalidad o condición social. Por eso nos decimos hermanos, hermanas.

El concepto de fraternidad hunde sus raíces en las antiguas tradiciones filosóficas y religiosas. En la Grecia y Roma clásicas, fue exaltado por los estoicos como un principio ético fundamental. Para ellos, la hermandad entre los seres humanos no era solo un ideal, sino un deber universal, orientado a cultivar la paz social y la armonía entre todos.

La fraternidad es pues el principio fundamental de la masonería, en el que hoy más que nunca debemos trabajar juntos, como equipo. El mundo se encuentra en un momento bisagra con la llegada de la inteligencia artificial. Estamos frente a la verdadera modernidad, la del futuro lejano que veíamos venir en el horizonte, y que ya nos alcanzó y nos está sobrepasando.

Aunque las raíces de nuestra hermandad son antiguas y simbólicas, sus valores siguen siendo plenamente vigentes en el mundo actual. Nuestros principios son universales y atemporales, y seguirán siendo relevantes hasta el fin de los tiempos.

Frente a un mundo individualista, polarizado y fragmentado, la fraternidad masónica ofrece un modelo de comunidad basada en la solidaridad, el respeto y el diálogo. Por eso los masones tenemos el deber de no ser tibios, no ser livianos, dejar de “mantenernos al margen de” y no ser neutrales ante los acontecimientos que requieren de valentía, de lo contrario nos iremos al vestíbulo del infierno, deshonroso lugar, ni adentro ni afuera.

Los masones modernos debemos ser intrépidos, corajudos, como lo fueron los que nos precedieron en los años 1300, esos gremios de artesanos juiciosos que nos enseñaron su noble oficio. Los masones del siglo XXI debemos ser valientes ante las injusticias, no podemos ser indiferentes ante el dolor del otro, debemos ser feroces con los que destruyen la paz, letales con los hipócritas, cuidadosos de los ignorantes y audaces con los ambiciosos.  

Los masones sobre todo somos hermanos y hermanas esparcidos por la faz de la tierra, caminando solos, esperando encontrarnos. Eres mi hermano, no importa tu partido político. Eres mi hermano, no importa tu idea de dios. Eres mi hermano, no importa tu estatus social. Eres mi hermano, eres mi hermana, no importa que tu tomes Țuică, bebida nacional rumana y yo canelazo, bebida típica de mi país, Colombia. Mejor brindemos por los lazos que nos unen, que universales siempre serán.

Tal vez la fraternidad no sea un hecho, sino un ideal. Y los ideales, como las formas puras de Platón o el círculo perfecto, existen no porque sean alcanzables, sino porque nos recuerdan que somos más que una suma de instintos. La fraternidad, entonces, no es la certidumbre de que el otro me comprenderá, sino la voluntad de tenderle la mano, aunque él no lo haga.

Es posible que algún día, en un siglo que no recordará nuestro nombre, los humanos sean realmente hermanos. Hasta entonces, nos queda la tarea silenciosa, casi secreta, de actuar como si lo fuéramos. Y acaso eso baste.

Es mi palabra,

LA FORMA, EL LUGAR Y LA DIMENSIÓN DEL INFIERNO

 

El Infierno visto por Sandro Botticelli (ca. 1480–1495).


Artículo publicado en la Revista Digital Masónica Adoniram, del Supremo Concejo Central Colombiano para el Grado 33° del REAA – Colombia

Volumen VI, Numero 3


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LA FORMA, EL LUGAR Y LA DIMENSIÓN DEL INFIERNO


Por Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

En los años 1600, cuando el tirano mandó en casi todo el mundo conocido, las cosas eran muy confusas. La oscuridad cubría las mentes de las gentes y la norma era explicar todo por medio del pensamiento mágico. Pero esto fue bueno, porque cuando más se está al borde del abismo, la soberbia domina, pero cuando se cae en él, es cuando realmente somos lógicos y brillamos. La humanidad tocó fondo y brilló.

Para entender porque sucedió la Ilustración, es preciso devolverse en el tiempo un poco y ver qué fue lo que pasó, y para esto, que mejor personaje que Galileo Galilei. Era el año 1588, y Galileo fue invitado por la Academia Florentina a presentar dos lecciones sobre un tema bastante particular y, a la vez, tremendamente simbólico: "la forma, el lugar y la dimensión del infierno de Dante Alighieri". Este episodio se ubica en una etapa temprana de la vida de Galileo, cuando todavía no había alcanzado la fama como astrónomo o físico, pero ya se destacaba como un pensador brillante y versátil, interesado tanto por las ciencias naturales como por las humanidades.

Durante este período, Florencia era uno de los centros culturales más importantes de Europa, y la Accademia del Cimento o Academia Florentina era una institución de gran prestigio, compuesta por los más influyentes pensadores y científicos de la época. La academia se dedicaba a la promoción de las ciencias experimentales y la filosofía natural, y su objetivo principal era fomentar el estudio del mundo natural a través de la observación en los albores del método científico.

La invitación a Galileo, que en 1588 tenía solo 24 años, marcó un momento significativo en su carrera. Aunque Galileo no era aún el gran astrónomo que sería después, ya había demostrado su brillo en las matemáticas y su habilidad para integrar el conocimiento clásico con las investigaciones científicas modernas.

El tema sobre el que Galileo fue invitado a dar las lecciones -"la forma, el lugar y la dimensión del infierno de Dante"- era, a primera vista, inusual para un futuro científico que se convertiría en pionero de la astronomía y la física. Sin embargo, esta invitación también reflejaba una de las características del Renacimiento, que era la integración del conocimiento científico y humanista.

Galileo fue una de las figuras más influyentes de la Revolución Científica y, por lo tanto, su obra dejó una huella profunda en muchos campos del conocimiento y en generaciones de pensadores posteriores, sentando las bases de la Ilustración. A lo largo de su vida, Galileo no solo revolucionó la astronomía, la física y las matemáticas, sino que también inspiró a una serie de figuras clave en la historia de la ciencia, la filosofía y la religión, abriendo la puerta a la Ilustración, influenciando a los grandes pensadores de esta época, como por ejemplo Isaac Newton.

Galileo demostró que todos los cuerpos caen a la misma velocidad en ausencia de resistencia del aire (el experimento de la torre de Pisa), un principio clave que Newton utilizó para desarrollar su teoría de la gravedad. Además, el uso de la observación empírica y el método experimental que Galileo perfeccionó, fue adoptado por Newton en su obra Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica.

Johannes Kepler, el gran astrónomo alemán, fue otro de los pensadores que se benefició enormemente de los avances de Galileo, con su mejora del telescopio y sus observaciones sobre los satélites de Júpiter y las fases de Venus, proporcionando pruebas observacionales que apoyaban el modelo heliocéntrico de Nicolás Copérnico, que Kepler también defendió.

René Descartes y Galileo tuvieron diferencias filosóficas, sin embargo, Descartes también fue influenciado por el trabajo de Galileo, especialmente en lo que respecta al método científico y el uso de las matemáticas para describir el mundo físico.

Galileo fue un precursor de la teoría de la relatividad en su trabajo sobre el principio de la relatividad y la inercia influenciando a Einstein siglos después. Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos y uno de los filósofos políticos más influyentes de la Ilustración, también fue influenciado por las ideas científicas de Galileo. Michael Faraday, el gran físico y químico británico, fue también marcado por su énfasis en la experimentación y el uso de un enfoque empírico para entender la naturaleza.

Todo esto prueba que, sin Galileo, la ilustración hubiera sido muy diferente.

Pero regresemos de nuevo al infierno, porque en todas partes se cuecen habas. Dante Alighieri, el gran poeta florentino del siglo XIV, había escrito su obra más famosa, La Divina Comedia, en la que relataba un viaje alegórico a través del Infierno, el Purgatorio y el Cielo. En su obra, el Infierno es descrito como un lugar de profundidades abismales y círculos concéntricos, con una estructura geométrica y jerárquica que se ha convertido en un símbolo literario y cultural ampliamente reconocido.

Galileo, influenciado por la formación matemática y geométrica del Renacimiento, utilizó el conocimiento científico de la época para abordar una interpretación más racional y “física” del Infierno de Dante. En sus lecciones, Galileo intentó dar una explicación sobre la forma y la dimensión del Infierno, utilizando principios matemáticos, algo que ya había comenzado a hacer en sus estudios de física y matemáticas, en lugar de simplemente ofrecer una lectura literaria o teológica de la obra de Dante, para así determinar la forma del Infierno, es decir, cómo debería ser la estructura espacial del lugar, de acuerdo con las descripciones poéticas del autor.

Por ejemplo, Dante describe el Infierno como un lugar en el que los pecadores son castigados en círculos concéntricos, que descienden hacia el centro de la Tierra. Galileo, en un ejercicio de matematización de lo poético, aplicó principios de la geometría euclidiana y de la física para intentar visualizar cómo sería esa estructura, pensando en términos de espacio y forma. Su enfoque no era religioso ni teológico, sino más bien científico, buscando aplicar la razón y las matemáticas al texto.

Además, la obra de Dante también era vista como una alegoría sobre el orden cósmico y moral del universo, lo que probablemente llevó a Galileo a vincular los elementos geométricos de Dante con la estructura del universo físico, que él mismo estaba empezando a explorar. Galileo, por lo tanto, no solo estaba interesado en la obra de Dante desde el punto de vista literario, sino también en cómo la ciencia podía explicar o reinterpretar esos relatos. Galileo quería explicar el mundo.

Aunque no fue una obra de gran impacto científico en sí misma, este episodio tuvo un valor simbólico en la trayectoria de Galileo. Mostró su capacidad para integrar diferentes campos del conocimiento, y su habilidad para aplicar principios científicos a cuestiones filosóficas y literarias, algo que más tarde caracterizaría su enfoque hacia la astronomía y la física.

Esta intervención sirvió como un preludio a las futuras polémicas en las que Galileo se vería envuelto, al tratar de reconciliar la ciencia con las ideas religiosas y filosóficas de su tiempo. Si bien en 1588 Galileo aún no era el hombre que desafiaría la visión geocéntrica del mundo, su inclinación por aplicar el razonamiento matemático y científico a temas más amplios dejó claro que su camino estaba marcado por la búsqueda de una comprensión racional del universo.

Tiempo después, en 1633, 50 años antes del inicio de la Ilustración, Galileo fue llamado a juicio por la Inquisición y fue condenado por herejía. En este juicio, Galileo fue obligado a abjurar de sus creencias sobre el heliocentrismo y se le prohibió enseñar o escribir sobre el tema. Se dice que, tras su condena, Galileo, mientras abandonaba el tribunal o salía del juicio, habría pronunciado la famosa frase "E pur si muove" en referencia a la Tierra, indicando que, aunque había sido obligado a retractarse, la Tierra seguía moviéndose alrededor del Sol, es decir, la verdad científica no había cambiado, aunque él hubiera tenido que negar públicamente sus propias conclusiones. La Iglesia Católica no levantó la prohibición sobre los escritos de Galileo sino hasta 1822, y en 1992 el Papa Juan Pablo II reconoció oficialmente que el juicio contra Galileo había sido injusto. Galileo Galilei no fue ejecutado a pesar de ser condenado por la Inquisición debido a una serie de factores políticos, sociales y religiosos que jugaron a su favor. Giordano Bruno no corrió con la misma suerte.

Como se ve, en el vasto laberinto de la historia humana, donde los ecos de antiguas creencias aún resuenan entre las piedras y las estrellas, la razón se alza como un modelo de esperanza, pero también como una llama que, en su atropellada expansión, arrastra consigo la fragilidad de la verdad.

La razón, esa fuerza que la Ilustración acomodó en el corazón del pensamiento humano, sigue siendo hoy el pilar sobre el que se construyen las catedrales del conocimiento moderno, aunque no sea tan evidente para muchos. No obstante, a medida que la humanidad avanza en su búsqueda de la luz, los vientos de la desinformación, las noticias falsas, la posverdad y las teorías conspirativas han comenzado a oscurecer el horizonte de nuevo, desdibujando las fronteras entre la verdad y la mentira. En la época en que las personas tienden a dar más peso a lo que sienten que a lo que es objetivamente cierto, favoreciendo las emociones, las creencias preexistentes o los intereses personales sobre los hechos verificables, es la razón la llamada a salvarnos, de nuevo, siglos después de que Galileo iniciara sus luchas y le pasara el testigo a Newton, en la carrera de relevos por la verdad.

En este contexto tan complejo, la masonería, con su tradición crítica racional original, ofrece un refugio para el pensamiento libre y la reflexión profunda, guiando a los buscadores hacia una comprensión más clara de las fuerzas que deben mover al mundo.

El vínculo entre la razón y la masonería es tan antiguo como las primeras piedras levantadas en los templos de las civilizaciones antiguas. La masonería, esa sociedad secreta que a menudo se presenta como un enigma, es en realidad una de las instituciones más emblemáticas en la promoción del pensamiento crítico. Sus rituales, cargados de simbolismo, no son meros juegos de ocultismo, sino expresiones de un sistema filosófico que alienta la autodisciplina, el respeto por la verdad y la búsqueda del conocimiento. En sus logias, donde se reunían los sabios de antaño y ahora los nostálgicos del presente, se cultiva la razón como herramienta de transformación personal y social. Que no se nos olvide.  

En la ilustración, en los tiempos en que la razón se veía amenazada por las fuerzas del dogmatismo religioso y el autoritarismo político, la masonería se erigió como un bastión de libertad intelectual. Es en este contexto que los filósofos ilustrados como Voltaire y Jean-Jacques Rousseau, muchos de ellos masones, promovieron la idea de que la razón humana era capaz de desentrañar los misterios del universo y de poner fin a la tiranía de la superstición. En los albores del siglo XVIII, Europa vivió un despertar que cambió para siempre la manera en que los seres humanos se concebían a sí mismos y al mundo que los rodeaba.

Fue la Ilustración, la luz del pensamiento racional que deslumbró a pensadores como Newton, Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Diderot, quienes decidieron que la razón debía ser la brújula que guiara el destino de la humanidad. La Ilustración no solo se encargó de desafiar las viejas estructuras del poder, sino que colocó a la razón en el centro de la vida humana, proponiendo que, a través del conocimiento, el hombre podría liberarse de las ataduras de la superstición, el dogmatismo y la opresión. La masonería, al igual que la ciencia, creyó y cree que el hombre debe ser libre para pensar y reflexionar sin las cadenas de la ignorancia.  En ese sentido, los masones de antaño no solo construyeron edificios, sino también puentes hacia el futuro.

Isaac Newton fue una de las figuras más influyentes de la Ilustración y uno de los pilares fundamentales de la Revolución Científica. Aunque su obra se desarrolló en el siglo XVII, sus ideas y descubrimientos tuvieron un impacto profundo en el siglo XVIII, que es considerado el apogeo de la Ilustración.

Así mismo Isaac Newton está asociado a la masonería por su relación con John Theophilus Desaguliers, pues tuvieron contacto profesional y académico. Desaguliers fue un destacado científico y filósofo inglés del siglo XVIII, conocido por su trabajo en la física, la ingeniería y su vinculación con la masonería. Desaguliers jugó un papel importante en la difusión de las ideas de Newton, y fue un claro defensor de la física newtoniana, especialmente en la Royal Society y en el ámbito académico.

La razón en clave de Newton, o de Desaguliers, es el motor que aún impulsa la educación moderna. Desde los primeros días de la Revolución Científica, la razón se ha consolidado como el eje fundamental sobre el que se erige el conocimiento, aunque sea invisible a los ojos de muchos, porque la palanca y la rueda funcionan, así no creas en ellas.

Sin embargo, en un mundo donde la información fluye sin cesar, la razón se enfrenta a desafíos inéditos. La educación moderna debe enseñar a los estudiantes a discernir la verdad de la mentira, a navegar en un mar de datos y a deconstruir las narrativas que a menudo se presentan como absolutas. La capacidad de pensar de manera crítica y razonada se ha vuelto esencial para enfrentar los retos del siglo XXI, cuando los medios de comunicación y las redes sociales se han convertido en las principales fuentes de información, pero también en los principales vehículos de desinformación.

Hoy más que nunca la obra de Kant es urgente. En su obra “Crítica de la razón pura”, Kant buscó resolver una de las preguntas más importantes de la filosofía y que necesitamos retomar: ¿Cómo es posible el conocimiento? Kant explicó cómo podemos conocer el mundo y cómo nuestra mente interactúa con la realidad externa, siendo esto uno de los principales problemas del ser humano en la actualidad.

Si la masonería se ha dedicado a la construcción de un mejor ser humano, la ciencia y la tecnología deben dedicar su esfuerzo a la construcción de mejores instituciones que logren un mundo mejor.

En este contexto, la razón ha sido la clave para el desarrollo de nuevas formas de conocimiento que han transformado nuestras vidas. Desde los experimentos de Galileo Galilei hasta la revolución digital que vivimos hoy, la ciencia ha demostrado que la observación, la hipótesis y la experimentación son las herramientas más poderosas para comprender el universo.

La razón, en su forma más pura, debe ser la guía que nos lleve a un uso ético de la tecnología. En un mundo donde la inteligencia artificial y la recopilación de datos permiten predecir y manipular nuestros comportamientos, la razón debe ser la brújula que nos proteja de los peligros del control masivo. La ciencia y la tecnología pueden ser fuerzas liberadoras, pero solo si se aplican con ética y responsabilidad.

La razón, antes un faro de claridad, se ve ahora opacada por la polarización y el engrandecimiento de las emociones. Los algoritmos de las redes sociales, diseñados para maximizar el tráfico de usuarios, favorecen los contenidos que apelan a los sentimientos, diluyendo la verdad en un mar de opiniones, falsedades y manipulaciones.

La masonería entonces con su enfoque en la búsqueda de la verdad, se vuelve una nueva resistencia ante la desinformación, porque los masones siempre hemos sido defensores de la tolerancia, la razón y la justicia, principios que deben guiar nuestra manera de enfrentar los desafíos del siglo XXI.

La masonería, con su énfasis en el diálogo y la reflexión profunda, debe ofrecer una alternativa a este mundo fragmentado. En sus logias, el pensamiento crítico se debe cultivar a través de la discusión racional y el respeto mutuo, y es este enfoque el que necesitamos para enfrentar los desafíos que la modernidad nos impone.

La razón debe ser el faro que nos guíe en el océano de desinformación por el que navegamos, como lo ha sido siempre, sobre todo en los momentos más oscuros de la historia, que es en donde encontramos la forma, el lugar y la dimensión del infierno.

Es mi palabra,

 

Bibliografía

  • Alighieri, Dante. La Divina Comedia. Ediciones Akal. 2004.
  • Galilei, Galileo. Due lezioni all'Accademia fiorentina circa la figura, sito e grandezza dell'inferno di Dante. 1588. Wikisource.
  • Kant, Immanuel. Crítica de la razón pura. Ediciones Akal, 2005.
  • Newton, Isaac. The Principia: Mathematical Principles of Natural Philosophy. University of California Press. 1999. Edición moderna de las obras de Newton.
  • Russell, Bertrand. La Historia de la Filosofía Occidental. Editorial Routledge.1945.

LA FRANC-MAÇONNERIE FÉMININE ET SES CONTRIBUTIONS AU DÉVELOPPEMENT DES PEUPLES

 

Article publié dans le Magazine Numérique Maçonnique de l'Association FIL-INFOS-LOGES le 9 mars 2025, en anglais, français et espagnol.
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LA FRANC-MAÇONNERIE FÉMININE ET SES CONTRIBUTIONS AU DÉVELOPPEMENT DES PEUPLES

Par Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

Le développement en tant que liberté est l’un des concepts les plus modernes appliqués à la lutte contre la pauvreté des peuples. Pour qu’il y ait développement, il doit y avoir une liberté de mouvement dans l’environnement. La liberté de mouvement est comprise comme la capacité d’une personne ou d’une communauté à choisir son propre chemin sans rencontrer d’obstacles.


Si, par exemple, une personne décide de travailler la terre, se lève chaque jour à 4h du matin avec plaisir pour cultiver la terre, élever des animaux et produire sa propre nourriture, alors cette personne est libre et suit donc le chemin du développement, à condition, bien sûr, que ses besoins fondamentaux soient satisfaits. En revanche, si une autre personne, un employé de bureau, accomplit ses tâches par obligation, faute d’alternative, dans un environnement qui ne lui offre pas d’autres options, préférerait faire autre chose et, pire encore, exécute ces tâches sans enthousiasme ni joie, simplement parce qu’il ne peut pas choisir, alors cette personne n’est pas libre et n’exerce donc pas son droit légitime au développement.


Ainsi, la pauvreté et le manque d’opportunités (économiques, sociales et humaines) sont les principaux obstacles à l’exercice de la liberté d’une personne. Pour qu’il y ait développement, les êtres humains doivent être libres de choisir.


La liberté de faire des choses et la liberté de ne pas les faire—cette dernière étant l’une des moins étudiées mais, à mon avis, l’une des plus importantes.


Amartya Sen est l’un des grands penseurs du concept de la liberté comme fondement du développement. Or, cette liberté, et la liberté en général, a historiquement été associée aux hommes, qui l’ont exercée naturellement dans le cadre de l’évolution sociale—une évolution pourtant artificielle.


Amartya Sen est connu pour ses travaux sur les famines, la théorie du développement humain, l’économie du bien-être et les mécanismes sous-jacents de la pauvreté. À la fin des années 1960 et au début des années 1970, ses écrits ont contribué à définir le domaine de la théorie du choix public, remettant en question l’utilitarisme dominant et proposant d’intégrer des notions telles que la liberté et la justice dans les calculs du développement.


Son ouvrage le plus célèbre, Poverty and Famines: An Essay on Entitlement and Deprivation (1981), démontre que la faim ne résulte pas d’un manque de nourriture, mais des inégalités dans les mécanismes de distribution des denrées alimentaires. Outre ses recherches sur les causes des famines, ses travaux en économie du développement ont largement influencé la formulation de l’Indice de Développement Humain (IDH) du Programme des Nations Unies pour le Développement (PNUD).

Bien avant Sen, une femme en avance sur son temps—une libre penseuse du XVIIIe siècle—s’est illustrée : Maria Deraismes. Femme exceptionnelle, elle affirmait que l’éducation était l’arme la plus puissante pour les femmes et prônait la rigueur scientifique comme un outil fondamental pour démystifier les croyances erronées, les mythes et, surtout, les religions oppressives. « Le pouvoir s’est acharné à abaisser la femme, mais il n’a réussi qu’à s’abaisser lui-même », disait Maria.


Deraismes pensait aux femmes de son époque et à celles de l’avenir. Si Maria pouvait s’asseoir avec Amartya Sen autour d’un café, elle considérerait sans doute comme une victoire de pouvoir discuter librement de ces sujets, comme le font aujourd’hui certaines femmes qui ont eu le privilège de conquérir ce droit—un privilège arraché de haute lutte. Et sans doute ces deux penseurs libres concluraient-ils que les femmes restent encore aujourd’hui le groupe social jouissant du moins de liberté.


Grâce à Maria Deraismes et à ceux qui l’ont soutenue, les femmes peuvent désormais accéder aux augustes mystères de la franc-maçonnerie. En 1893, elle cofonda Le Droit Humain, la première obédience maçonnique mixte, avec Georges Martin.


L’histoire raconte que le 14 janvier 1882, dans la petite ville de Le Pecq (France), la loge Les Libres Penseurs initia la sœur Maria Deraismes. Cette initiation fut condamnée par toutes les obédiences maçonniques. Elle fut la première femme de l’histoire, reçue officiellement dans une loge maçonnique avec le même rituel que celui pratiqué pour les hommes. Ce fut un véritable sacrilège, un scandale à l’époque. La loge Les Libres Penseurs fut suspendue par son obédience (la Grande Loge Symbolique Écossaise), ce qui força Maria Deraismes à s’éloigner des travaux maçonniques. Une femme venait d’abandonner l’ouvrage… pour la première fois.


Onze ans plus tard, le 4 avril 1893, avec le soutien de Georges Martin, Maria Deraismes fonda à Paris la première loge mixte, donnant naissance à ce qui deviendrait plus tard L’Ordre Maçonnique Mixte International du Droit Humain.


L’Ordre du Droit Humain repose sur trois principes fondamentaux :

• C’est une obédience maçonnique mixte où hommes et femmes travaillent ensemble en parfaite égalité et harmonie.

• C’est la seule obédience maçonnique véritablement internationale.

• C’est un ordre initiatique fonctionnant du 1er au 33e degré.


Les francs-maçons du Droit Humain ont ainsi commencé à œuvrer pour la liberté absolue de conscience, la tolérance et l’harmonie, dans une société fraternelle sans distinction d’origine ethnique, sociale, philosophique ou religieuse. Dans cette perspective, ils partageaient pleinement les principes d’Amartya Sen : pas de développement sans liberté.


Le rôle des femmes dans le développement est fondamental. L’Agenda 2030 pour le Développement Durable et ses 17 Objectifs de Développement Durable (ODD), adoptés en 2015 par les dirigeants de 193 pays, ont fait de l’égalité des sexes et de l’autonomisation des femmes un axe central. Chaque ODD intègre cette dimension pour assurer un développement réellement durable.


Garantir les droits des femmes et des filles en appliquant ces objectifs est la seule façon d’assurer le développement des peuples. C’est pourquoi l’ODD n°5 est consacré à l’égalité des sexes.

Selon les Nations Unies :


« Lorsque le nombre de femmes actives augmente, les économies se développent. Les études menées dans les pays de l’OCDE et certains pays non membres montrent qu’une augmentation de la participation des femmes au marché du travail—ou une réduction de l’écart entre la participation des hommes et des femmes—favorise une croissance économique plus rapide. »


« Des données empiriques issues de divers pays montrent que l’augmentation de la proportion des revenus ménagers contrôlés par les femmes, qu’ils proviennent de leur travail ou de transferts financiers, modifie les modèles de consommation de manière bénéfique pour les enfants. »


La franc-maçonnerie féminine représente ainsi l’un des chemins que les femmes ont emprunté pour conquérir leur liberté, en déblayant inlassablement les obstacles de leur route. Car s’il est un chemin semé d’embûches dans l’histoire de l’humanité, c’est bien celui des femmes. Même en 2025, de nombreuses loges refusent encore de reconnaître les femmes en franc-maçonnerie et s’effarouchent à l’idée de les voir en tablier, œuvrant dans les ateliers et osant prononcer des mots sacrés…


Nous devons une reconnaissance éternelle aux premières sœurs maçonnes, pionnières du combat pour les droits des femmes, la liberté et le développement des peuples.


Ceci est ma parole.