Por Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.
“…y había una estatua, qué digo estatua,
un monstruo vencido por su propio ego, rodeado por el desierto y los siglos, y
eso bastaba.”
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Siempre me ha parecido curioso —quizá un poco trágico, como los espejos a las tres de la mañana— que los seres humanos necesiten construir cosas gigantescas para convencerse de que no van a morir. Pirámides, catedrales, ritos. Esos gestos desesperados que pretenden decirle al universo: “Estoy aquí y no pienso irme”. Pero uno se va. Todos se van. El universo ni pestañea.
Y aquí entra Ozymandias.
Ozymandias
era Ramsés II, aunque los poetas lo han vuelto más memorable que los
historiadores, y por eso lo recordamos no por sus conquistas sino por una
estatua rota en el desierto. Shelley lo escribió con ese escalofrío de quien
sabe que el polvo espera, siempre espera. “Miren mis obras, poderosos, y
desesperen”, dice la inscripción. Pero alrededor, sólo arena y viento. Qué
ironía maravillosa. Qué enseñanza brutal.
Y
si uno es masón —como quien es músico o equilibrista o domador de gerentes con
fiebre—, debería prestar atención.
Los
masones, nosotros, ellos, esos seres que a veces parecen reunir palabras
solemnes en cuartos con pisos en blanco y negro, corren un riesgo que es
también un espejo de Ozymandias. El riesgo de desaparecer, claro. Pero no con
una gran explosión, ni bajo persecuciones inquisitoriales, ni siquiera por obra
de una dictadura prolija con uniforme de domingo. No. El riesgo es más sutil,
más insidioso: el riesgo de volverse irrelevantes.
Y
aquí hay que hacer un alto. Porque irrelevante no es lo mismo que muerto. Hay
cosas que respiran, caminan, repiten oraciones y se saludan con solemnidad,
pero están tan muertas como la estatua en el desierto. La masonería podría
convertirse —si no se cuida, si no se sacude la caspa simbólica— en una estatua
que habla de luz, pero no ilumina nada.
Uno
va al templo, se sienta, escucha palabras antiguas. Palabras que suenan a algo
importante. Pero si no se vive lo que se dice, si no se descompone cada símbolo
como quien pela una cebolla metafísica, ¿de qué sirve? El ritual sin alma es
como música de ascensor tocada en un Stradivarius.
Y
ahí aparece Walter White. El Ozymandias moderno, y no porque lleve corona o
hable jeroglíficos, sino porque construye su imperio con la certeza de que lo
hace por algo noble. Pero no. Mentira. Walter no cocina metanfetamina para su
familia. Lo hace porque le gusta, porque le da poder, porque finalmente alguien
lo respeta. ¿Les suena?
En
el episodio de Breaking Bad titulado justamente Ozymandias, Walter ve cómo su castillo
químico se derrumba. Todo lo que edificó se pudre. Como Ramsés, mira sus obras,
y desespera. Solo que él no tiene un poeta romántico que lo inmortalice, sino
un plano cenital, una escena brutal y una esposa que lo mira con todo el
desprecio del mundo.
Tal
vez la masonería, si se descuida, tenga su propio Walter White: un Venerable
Maestro que olvida el espíritu y se queda con la estructura; hermanos que
buscan reconocimiento, no transformación; templos llenos de gestos, vacíos de
búsqueda.
La
lección de Walter y de Ramsés no es que el poder corrompe. Eso ya lo sabíamos.
La lección es más cruel: que incluso cuando uno cree estar haciendo algo
grande, puede estar sembrando ruinas.
Imaginemos
una logia dentro de quinientos años. Una cámara oscura cubierta de polvo. Una
escuadra oxidada en el suelo. Un libro de actas ilegible. El eco de una
palabra: “fraternidad”. ¿Qué pasó? ¿Quiénes fueron? ¿Por qué ya no están?
La
masonería puede desaparecer por dos razones: por ser demasiado rígida o por ser
demasiado laxa. Si se aferra al ritual como a un amuleto, se vuelve fósil. Si
se entrega a la modernidad sin rumbo, se disuelve. La respuesta, como siempre,
está en el equilibrio. Y en la autenticidad.
El
símbolo sigue vivo si hay un hombre que lo carga con sentido. Si no, es un
dibujo. La ceremonia sirve si hay transformación. Si no, es teatro. La
masonería sirve si forma organismos que piensen, que duden, que se contradigan,
que lloren en silencio después de un rito. Si no, es un club.
Y
uno no necesita ser club. Uno necesita ser fuego.
¿Y
qué podemos hacer? ¿Cómo evitar que la arena nos trague?
Primero,
recordar que la masonería no es una institución: es una actitud ante el
misterio. Que no importa cuántos grados tengas, sino si los viviste. Que no
sirve tener templos majestuosos si están llenos de fantasmas. Que cada símbolo
es un animal vivo, no un adorno.
Segundo,
invitar a los que vendrán. No con discursos sobre la historia de la orden, sino
con preguntas. Los jóvenes —esos bichos digitales que se mueven entre memes y
ansiedad— no buscan respuestas, buscan autenticidad. Y si la encuentran entre
nosotros, vendrán. Pero no les demos dogmas. No les demos frases de cartón.
Démosles la duda, el silencio, la mirada que dice: “no sé, pero caminemos
juntos”.
Tercero,
que el rito sea espejo. Que cada tenida nos sacuda. Que haya incomodidad, que
haya vértigo. Si no, estamos jugando a ser iniciados.
Ozymandias
sigue ahí, enterrado en el desierto. Walter White terminó solo, huyendo de su
propia sombra. Ambos quisieron perdurar, ambos fracasaron. No aprendamos de
ellos lo que no importa. Aprendamos lo esencial: que lo grande se vuelve ruina
si no está lleno de verdad.
La
masonería tiene en sus manos una herencia maravillosa. Pero no es suficiente
tenerla. Hay que despertarla. Hay que abrir las venas de cada palabra, escuchar
el corazón detrás del símbolo, y salir al mundo con un mandil invisible pero
presente.
O
desapareceremos. No con estruendo, sino con suspiro.
Como
una estatua caída en el polvo. Como un eco que ya nadie escucha.
“Y el
desierto se lo tragó todo,
y quedó el símbolo,
pero nadie para interpretarlo.”