ANDERSON O EL CRONOPIO MASÓN

(Caratula de las Constituciones de Anderson de 1723)

 

Margarita Rojas Blanco M.·. M.·.

La masonería nació entre historia y memoria, como la vida misma, pues esto que llamamos vida, no es sino lo que uno recuerda de lo que cree que le pasó. Es la paradoja entre el mito y la realidad; pero que sería de nosotros los inmortales (si, inmortales, porque tú no piensas nunca en que te vas a morir) si no adornáramos nuestra realidad con un poco de leyenda.

Sabemos los masones que hay un texto fundacional, las célebres Constituciones de Anderson, que le dan inicio a la moderna francmasonería especulativa. Fueron redactadas por el pastor presbiteriano y partidario de la casa de Hannover, James Anderson, doctor en teología y por Jean Théophile Désaguliers, del que casi no se habla, muy parecido a lo que le pasó al poco nombrado Michael Collins, el astronauta estadounidense que voló en el histórico viaje de 1969 en la misión Apolo 11 alrededor de la Luna, orbitándola 30 veces, mientras sus compañeros Neil Armstrong y Buzz Aldrin se convertían en los primeros hombres en pisar la luna y a partir de allí, en unas celebridades. Al igual que con Collins que nunca pisó la luna, a muy poca gente le interesa quien fue Désaguliers.  

Las Constituciones se aprobaron y publicaron en 1723. Benjamín Franklin imprimió y difundió el documento por primera vez en 1734 en Estados Unidos, y al comienzo eran unas 100 páginas, que con el paso de los años se convirtieron en casi 500, gracias a la imaginación colectiva que quiere encontrar magia en lo que ve, pues las explicaciones simples y racionales de los orígenes de algo, a veces no son tan hermosas, y es por esto que le encontramos un significado oculto a esa puesta de sol o a la lluvia menuda.

La importancia de estas Constituciones de Anderson radica en que es la primera obra masónica publicada. Algunos dicen que es protomasónica.

Pues bien, esta importante misión tenía que ser llevada a cabo por alguien que sintiera la mística de estar realizando la tarea más importante del hombre, y es que, sin saberlo, Anderson llevaba en su frente la marca que lo inmortalizaría para algunos, como el pobre judío Ahasverus, que por su indiscreción deberá caminar hasta la Parusía.

No sabemos mucho de Anderson, ni siquiera se sabe con seguridad si nació en Aberdeen, Escocia, pero sí que su padre era masón y que emigró a Londres y como todo migrante, era audaz. En todo caso, a Anderson se le encomendó un lunes 29 de septiembre de 1721, por parte del Gran Maestro de la Gran Logia de Londres y Westminster (Primera Gran Logia de la francmasonería moderna), el duque de Montagu, que “transcribiera las viejas constituciones góticas en un nuevo y mejor método".

Todo comenzó porque cuatro logias londinenses deciden en 1717 fundar una Gran Logia paralela a la Logia de York. Como es usual en la historia de la humanidad, el contexto eran las disputas y los disensos políticos, en este caso entre hannoverianos y jacobitas (este último, movimiento político que intentó conseguir la restauración en los tronos de Inglaterra, Escocia, e Irlanda de la Casa de Estuardo, y tomó su nombre del rey católico Jacobo II). 

La leyenda masónica cuenta que el jueves 24 de junio de 1717, cuatro logias de Londres se reunieron en la taberna Goose and Gridiron y formaron la que denominaron Gran Logia de Londres y Westminster, eligiendo al hermano Anthony Sayer como su primer Gran Maestre, puesto que ocupó desde 1717 hasta su muerte en 1721.

El 24 de junio de 1720 fue un lunes, y ese día algunas logias deciden quemar sus manuscritos y reglamentos, entre otros documentos, para evitar que cayeran en manos profanas. Eran tiempos caóticos.

Este texto primordial le daba a la masonería una explicación, una identidad y una legitimidad. De hecho, en el documento se aseguraba que presentaba “una relación fiel y exacta de la masonería desde el comienzo del mundo”. Era la infancia de la masonería y sin lugar a dudas, la mejor época, porque en realidad era la adultez de la masonería, pero nos estamos dando cuenta hasta ahora y de pronto no estamos preparados para esta conversación.

Se le presentaba al mundo un ritual, un modo, un sicodrama, que aseguraba tener sus raíces en el mito eterno de “la creación del mundo” pasando por todos los siglos que han existido y los que existirán, navegando de Oriente a Occidente, pasando por Egipto, Jerusalén, Grecia, Roma, saltando a Francia, a Inglaterra y por último a Escocia.

La antigua cofradía había nacido en la obra, todos para uno y uno para todos, los caballeros de la bóveda celeste, la arquitectura y sus grandes monumentos, el inicio, los magníficos reyes que ordenaron construirlos, los dioses antiguos que permitieron la ejecución de estas eternas obras, los obreros contentos y satisfechos que las ejecutaron y ahora un pastor, que aceptó escribirlo todo. 

Y es que esta encomienda no podía ser designada sino a un cronopio, aunque en este caso, fue uno organizado, porque es bien sabido que son un tanto desordenados. Nunca esta tarea pudo ser llevada a cabo por un fama, pues son los grandes gerentes de los bancos, los presidentes de las repúblicas, los líderes, esa gente formalísima que defiende un orden.

El cronopio en cambio es el idealista, es el poeta, el que vive al margen de las cosas, el dibujo fuera del cuadro, un poema sin rimas, el pensamiento que se vuelve prosa en un corazón enamorado. En general, los cronopios se presentan como criaturas ingenuas, verdes, desordenadas, sensibles, muy sensibles y poco convencionales.

Este cronopio Anderson, sin embargo, aunque es amado por unos, también es odiado por otros y es que hasta se ha dicho que es un impostor. Lo cierto es que este escoces logró poner de acuerdo a masones católicos irlandeses, anglicanos ingleses y presbiterianos escoceses, temerosos de las reformas que se proponían. Este hombre además se dedicaba a tareas propias de los cronopios, como la de elaborar árboles genealógicos por encargo de todo aquel que se lo pidiera. Con esas medallas profanas se ayudaba un poco en sus gastos. Era experto entonces en entrelazar la historia con el mito, pues una que otra genealogía le quedaba cargada de fantásticos linajes que encantaban a sus mecenas.

Pero como a todo cronopio, al pobre Anderson después de entregar la tarea, con el paso de los años y de los siglos, (los que nos gustan tanto a los masones), le cayeron sobre su cabeza las nubes mammatus, premonitorias siempre de una calamidad. 

Se ha dicho que Anderson exageró la historia y le incorporó demasiada fantasía, ¿pero es que acaso vamos a negar a Tubalcaín, nuestro padre? También se le acusa de pobre, porque ser pobre es malo por serlo (de seguro no se esforzaba lo suficiente…) y que por pobre hizo una tarea que no le interesaba mucho, sobre todo que no le correspondía, pero a la que le puso bastante empeño. Era un escoces contando una historia inglesa, la ironía se explica sola, y es entonces cuando a uno le toca entrar a diferenciar entre el artista y su arte, como por ejemplo nos pasa con Borges, amado por unos y odiado por otros, pues Borges para algunos representa a Funes el memorioso, a los cantaros, las bibliotecas infinitas, las escaleras de caracol y los espejos, mientras que para otros es el antiperonista, anticomunista y antinacionalista, que no le fue concedido el Nobel por haber asistido a un acto en Chile por allá en 1976, invitado por Pinochet, o porque en una cena, luego de recitar poemas escritos por Lundkist, se burló del autor delante de los presentes y este dato llegó hasta el comité del Nobel que nunca se lo perdonó. La academia se defendió diciendo que los temas políticos no son importantes para ellos, pero es sabido por todos, que si no estas en la corte del rey, tal vez no consigas premios.

Borges no era cortesano, pero si alguien supo usar los simbolismos, acertijos y metáforas fue el, por ejemplo, con su Paracelso de aquel día, recordando caras del occidente y del oriente, pero no la tuya, a pesar de que caminaste tres días y tres noches, cargando todos tus haberes…

Puede ser que lo que le pasó a Anderson es lo que leímos en la tragedia de Antígona de Sófocles cuando se dice: «Nadie ama al mensajero que trae malas noticias». En este caso Anderson no trajo malas noticias, pero lo fácil era castigar al mensajero, pues si a alguien no le parecían virtuosas las líneas del cronopio, lo más fácil era echarle la culpa a él y no a la Gran Logia Inglesa, a sus grandes y muy respetables maestros, de una sapiencia infinita ellos todos, que habían encomendado la tarea.

Nunca sabremos a ciencia cierta como habrá sido la conversación, porque además, nos gusta el mito, así como nunca sabremos como fueron los textos originales por medio de los cuales Anderson se basó para estructurar todo el documento, pues en el mundo antiguo, la manera de reproducir escritos era manual y cuando el scribæ está en su ejercicio de copiar, el muy juicioso y concentrado lee la frase, sus ojos ubican la hoja y buscan el párrafo en el que va, recorren cada letra de cada palabra, de izquierda a derecha y de ahí el ojo dan un salto hacia abajo, a la hoja donde debe escribir eso que acaba de leer, es entonces cuando su mano busca la tinta para mojar la pluma y es en ese segundo, cuando una de las palabras que sus ojos acababan de leer, es cambiada por otra, u omitida, o se le olvidó la coma y con este pequeño incidente involuntario de la siquis, la frase cobró un significado totalmente diferente, pero el scribæ no se dio cuenta, porque estaba concentrado en escribir y al mismo tiempo estaba pensando en ese amor tormentoso que lo desvela, pero el sigue con su labor, porque él es el scribæ.

Anderson terminó su trabajo en 1721 y presentó su informe en la tenida del 23 de septiembre de ese mismo año. Era un martes. Su trabajo lo revisó de inmediato una comisión formada por 14 miembros de la Gran Logia. Esta comisión expidió sus conclusiones en la Asamblea del miércoles 25 de marzo de 1722, aconsejando su aprobación con algunas pequeñas modificaciones.

Finalmente es aprobado un domingo, el 17 de enero de 1723. El jueves 24 de junio de 1728 Georges Payne, Gran Maestro de la Logia de Londres, manda que se recopilen todos los viejos textos y archivos de las logias a fin de publicar los antiguos usos y costumbres.

El contenido de las constituciones tiene cuatro partes:

I. Parte histórica

II. Parte de los «Deberes»

III. Parte de los «Reglamentos generales»

IV. Parte de los «Cantos»

Cabe recordar que Anderson se basó, entre algunos escritos, en los más de 150 documentos de estatutos, reglamentos y manuscritos, en los Antiguos Deberes, y algunos muy antiguos como los estatutos de Bolonia de 1248, y en las Constituciones de Robert, de un año antes, pues algunos de sus artículos fueron incluidos en las constituciones de Anderson. Se afirma que las de Robert toman como base un manuscrito de hace más de quinientos años. De nuevo la magia. Una copia de estas constituciones está en la Gran Logia de Iowa, y se puede afirmar que son una de las posesiones literarias masónicas más valiosas de América. Otra más está en la parisina Rue Cadet y los franceses no paran de percibir nuevas virtudes.

Pero usted que está leyendo estas líneas (y se lo agradezco infinitamente y le pido disculpas por el atrevimiento) se preguntará: ¿Por qué el Comité de la naciente Gran Logia decide encomendar una tarea de tal relevancia histórica, a un pastor escocés como James Anderson?

Pues bien, Anderson tenía fama de ser gran orador, excelente predicador presbiteriano, muy dado al dialogo y con grandes habilidades para lograr concertaciones ante opiniones contrarias y conseguir resoluciones en situaciones de conflicto. Si Anderson hubiera vivido en el siglo XX, probablemente habría sido buscado para hacer parte de las negociaciones con el IRA y seguramente sería el gestor del Acuerdo del Viernes Santo de 1998 

Y es que ser un conciliador, era sin lugar a dudas una cualidad imperiosamente necesaria para la tarea masónica encomendada, teniendo en cuenta que los masones lo sabemos todo desde el inicio de los tiempos y poner de acuerdo a tanta gente y tan erudita no era nada fácil.

También se dice que la misión se le fue dada porque él ya estaba familiarizado con la francmasonería desde muy jovencito, teniendo en cuenta que su padre fue miembro de la Logia de Aberdeen y hay evidencia de que James Anderson usaba como firma y sello personal, una marca de cantero: una cresta que corona un escudo de armas familiar que dicen es la misma marca utilizada por su padre.

En todo caso, para que Anderson fuera elegido para la tarea, el poco nombrado Desaguliers fue decisivo. Este hombre era ministro de la Iglesia de Inglaterra e ingeniero consultor del duque de Chandos quien a su vez era miembro de la Royal Society y estuvo en una cena con el duque en julio de 1721 en su mansión de Cannons, y a este evento asistieron otros líderes escoceses, entre ellos John Campbell, alcalde de Edimburgo (la corte del rey de nuevo…) Luego de esto Desaguliers viajó a Edimburgo a supervisar la provisión de aguas en el concejo, ya que el había diseñado la instalación de cañerías para el sistema de aguas de la hacienda de Cannons y existen documentos donde se puede encontrar que Desaguliers estuvo en la Logia Capilla de María en el acta del 24 de agosto de 1721.

Un mes más tarde, luego de la gira de Desaguliers por la masonería escocesa, nuestro héroe escocés Anderson fue comisionado por la Gran Logia, para preparar una versión revisada de las Constituciones de los Francmasones. Podemos entonces pensar que la elección de Anderson estuvo ligada a las gestiones de Desaguliers en Escocia, pues a su regreso a Londres, la Gran Logia había llegado a la conclusión de que era necesario un experto escocés para la tarea.

Seguramente Anderson cuando llegó a su casa esa noche se habrá sentido abrumado. De pie frente a la puerta por unos minutos quieto mirando la madera, pensaría en lo que le acababan de decir, recordaría ciertas palabras saltando por su mente de manera atropellada: constituciones góticas, siglos, escuadra y compas, salomón, columnas, ritual, orden, secreto… recordaría la copa de vino y la gota que cayó en la mesa cuando lo sirvieron, recordaría a su padre, a los acantilados prehistóricos de Aberdeen y el mar golpeándolos con furia.

Entonces Anderson entró a su casa, buscó leña para calentar su alma helada por el espanto que la misión le ha dado, se sirvió un poco de vino y mordió un trozo de queso amarillo verdoso que había dejado sobre la mesa al lado de la ventana, hace quien sabe cuántos días, solo lo sabrán los dioses. Lo sintió amargo pero el vino le ayudó a pasarlo. Tomó una silla por el espaldar y la volteó hacia el fuego. Se sentó, inhaló y exhaló. Cae la lluvia de repente, así como sabe llover cuando uno está tribulado, tomó otro sorbo de vino, pensó en ella y comenzó a escribir.        

Es mi palabra